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jueves, 20 de noviembre de 2008

Anticipos del libro/ Fragmentos del texto de Marisa Mansilla

ALLI EMPEZO TODO
Era un diez de marzo del año 1942, en la ciudad de Paraná, provincia de Entre Ríos, una calurosa madrugada, empapada por rocío, en la tranquilidad propia de los pueblos del interior; solo se oyó que alguien gritó: -¡Varón!.
De abrazos y alegría se inundó el barrio, felicitando a Salvador Randisi por su segundo varoncito a quién bautizarían como Andrés Rafael Randisi. Por supuesto, aquellos que habían ganado el típico asadito argentino, festejaron por partida doble.
Como todos tenemos un “por que” de nuestros nombres, el también lo tenía. Andrés, por su abuelo materno y Rafael, por su padrino, quién era hermano de su papá.
Su mamá María Gloria de Randisi, dio a luz en su casa, como en aquellas épocas, dónde no existía el auto hasta el hospital.
Nuncio, el hermano mayor, se aferraba a los pantalones del padre, esperando a besar a su hermano del alma.
Los vecinos y curiosos (como suele ocurrir en todos los barrios), se acercaron y comentaban: - Nació el nene de la nena.- Por supuesto; no se entiende, pero es simple: “nena” le decían en el barrio a María, por ello el comentario. Un comentario tierno y dulce, por cierto.
Transcurrieron dos días. Aprovechando una tarde de sol la familia Randisi partió hacia la Iglesia, a bautizar al recién nacido. Un momento muy importante para la familia cristiana, y para Andrés significaría su primer acercamiento a Dios.
Luego de Lito (como le decían en el barrio por el diminutivo de Rafaelito), llegarían las mujercitas de la casa; primero Rosa, luego Francisca, Teresita y por último Hilda.
Esta era la familia Randisi. Un hogar humilde, pero lleno de amor de unidad y de fe. Una fe que inculcaron desde pequeños a sus hijos. Esa unión hizo que crecieran compartiendo juegos y caminatas por los arroyos, de las cuales volverían llenos de barro, con las manitas arrullando los sapos y ranas.
En la noche, al volver a casa (en la cual no había televisión), se escuchaba radio, las inevitables radionovelas, las noticias, pero sobre todo, música.
A Salvador le gustaba mucho tocar la verdulera (acordeón), haciendo valseados, milongas, con un buen toque de sí, ya que tocaba de oído, pero deleitaba a sus hijos y esposa.
Poco a poco fue comprando instrumentos, para que los pequeños tocaran, y así cada uno se hizo de algún instrumento.
En el fondo del patio, tenían una quintita, que don Randisi cuidaba, pero al escuchar algún vals, soltaba las herramientas en el fondo y corría a buscar a María, para abrazarla y bailar.
Los niños siempre fueron testigos del amor entre sus padres.
Otra de las cosas que compartían en familia era rezar el rosario. Por ello Andrés llevó tan adentro, arraigado en él a Dios. Sus padres han sido una gran influencia en su fe y en su camino.
Cuando Salvador -ferroviario- se iba al trabajo, María estudiaba corte y confección por correspondencia, y de esa manera ayudaba a su marido a sacar el hogar adelante.
Lo curioso fue que cuando ella obtuvo su diploma, su madre le obsequió una máquina de coser, para que ella desarrollara la profesión que con tanto sacrificio había conseguido.
Andrés hizo su primaria en el Colegio Don Bosco, de Paraná. Era un internado, y volvía a fin de año a pasar las vacaciones con su familia. Al llegar a la casa, resplandecía el sol en su pecho; ¿por qué?: por las medallas, de mejor compañero, mejor alumno, mejor, mejor y mejor, pero lo mejor era que estuviera en casa, cerca de sus seres queridos.
Aprovechaban a estar todos juntos para hacer unas caminatas al Seminario de Paraná. Quedaba como a cinco kilómetros de donde vivían, pero lo tomaban como una aventura, ya que María se preparaba con buñuelos, pastelitos, para los hambrienttos excursionistas.
Andrés y sus hermanos eran fanáticos del cine. Se iban todos juntitos hasta el Colegio Don Bosco, donde el sacerdote que cobrara la entrada los conocía y les permitía entrar gratis.
Cuando regresaba a casa, se metían en el fondo del patio, entre los árboles frutales de ciruelas, limón, naranjas y mandarinas. Aparte de deleitarse con las frutas, Andrés con sus manos pegajosas por la fruta, juntaba bolsas de arpillera para armarle los castillos a sus hermanos.
No sólo jugaban ellos, sino que sus padres también, pero a cualquier vecino que pasaba cerca lo hacían participar.
Andrés era el padre de la familia; a veces rezaba misa o bautizaba a las muñecas de sus hermanitas.
En toda esa inocencia que los rodeaba, entre los sueños y la realidad, nuestro Andrés iría forjando su futuro.
En la Escuela Industrial de Paraná comenzó el secundario. Siguió siendo un buen alumno y compañero, como así también un buen hermano, compartiendo cosas con ellos y ayudando en lo que pudiera en la casa.
Su hermana Beby (Teresita), dice que su hermanito no dejaba un momento de preguntar a su mamá: -¿necesitás algo?.
Hubo picardías, como en cualquier adolescente y también rebeldías; por ello al llegar a cuarto año, en la Argentina comenzaron los problemas políticos, las tomas de las escuelas; entre otras cosas, eso provocó que Andrés no quisiera volver al colegio.
En toda esa confusa situación, su madre sálo rezaba, y pedía a Dios que le ilumine el camino para saber guiar a su hijo Lito. Fue así que un día doña María le escribió al director del Colegio Don Segundo Fernández de San Isidro (Buenos Aires), lugar donde ya se encontraba estudiando su hijo Nuncio. Ella preguntaba si Andrés podía ir a ese colegio. La respuesta fue inmediata y positiva.
María le preparó un bolsito, llena de dolor, dejando partir a su Andrés, quién le decía: - no te preocupes, en una semana vuelvo. Pero sus ganas de hacer cosas por los demás no le permitieron volver al hogar; sus momentos de diversión con sus hermanos serían los que recordaría, como las casitas en el fondo del patio, las caminatas por el campo, las películas gratis en el cine... ahora su misión era otra, y así empezó a trabajar.

SU LLEGADA A PUERTO DESEADO
Andrés trabajó en Buenos Aires, haciendo actividades recreativas, oratorios, etc. En las escuelas salesianas, fue observado atentamente por sus superiores. Por aquel entonces él era salesiano laico.
Un buen día, en el año 1971, el Padre Juan Sol (inspector salesiano), convocó a Andrés y le dijo: -“Observando tu trabajo creemos conveniente que vayas a Santa Cruz, a un pueblito triste, que precisa de tu mano”-. Era Puerto Deseado, un pueblo costero, en el ’71 con 3.740 habitantes (menos que un barrio del gran Buenos Aires).
Allí llega Andrés, con un bolsito como había salido de su Paraná querido.
Deseado era, es y seguirá siendo pintoresco, lleno de frescura, con sus cañadones, sus costas, ya que está a orillas de la Ría Deseado, y su viento, el infaltable patagónico al cual uno se acostumbra y cuando esta lejos del pago lo extraña
Andrés (el maestro, como siempre se lo llamó), se enamoró del lugar, de sus paisajes, pero observó la tristeza que en él reinaba. Observó, con la paciencia que lo caracteriza y se dio cuenta que lo único que podía hacer era remangarse y empezar a trabajar.
De esta manera empezó a notar una tendencia bien marcada, por el teatro, la música, por lo artístico en general.
Igualmente “Las hijas de María Auxiliadora enseñaban piano, había Biblioteca Pública, academia de dactilografía, clubes deportivos y el gimnasio municipal.” (1)
Comenzaron a dar clases de guitarra en la cárcel y en el cuartel (Escuadrón de Exploracion de Caballeria Blindada 9); la guitarra se caía a pedazos y faltaba una que otra cuerda pero había ganas y de esta manera igual aprendían.
Guitarras y bombos se fueron acercando al patio del Colegio San José. Pero no sólo se empezó a hacer música: hubo gente que le gustaba el teatro y conformaron lo que fue “Amigos del teatro”.
La primera presentación fue con la obra “Con la vida del otro” (éxito de Luis Sandrini). Lo anecdótico fue que los actores eran todos hombres y la crítica del periódico local “El Orden” decía “fue una obra tan entretenida que no nos dimos cuenta que no había mujeres en escena”.
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El grupo de teatro era reconocido en toda la provincia; lo requerían en fiestas, aniversarios, acontecimientos especiales de las localidades vecinas, etc.
Más adelante nacería “La Banda de Juan”, un grupo instrumental al cual luego se le sumarían voces. Se le otorgó ese nombre ya que Juan es pueblo, es lo común y a esta banda podría ingresar todo aquel que quisiera participar y le gustara la música.
Los instrumentos y los materiales que se precisaban, se iban adquiriendo con lo recaudado en las obras de teatro.
En el año ’72, el municipio equipó, con cortinas y reflectores, el cine Teatro Español, donde se realizaban la mayoría de las presentaciones artísticas.

Fragmento del texto biográfico "Hablemos de Andrés", de Marisa Mansilla, que integra el libro "Andrés Randisi sembrador de esperanzas"

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